Se cuenta que en una ciudad del interior, un grupo de personas se
divertían con el tonto del pueblo. Un pobre infeliz, de poca inteligencia, que
vivía de pequeñas dádivas y limosnas.
Diariamente ellos llamaban al tonto al bar donde se reunían y le
ofrecían escoger entre dos monedas: una grande de 400 reales y otra menor, de
2000 reales.
Él siempre cogía la más grande y menos valiosa, lo que era motivo de
risas para todos.
Cierto día, alguien que observaba al grupo le llamó aparte y le
preguntó si todavía no había percibido que la moneda mayor valía menos.
- “Lo sé”, respondió, “no soy tan tonto”. Ya sé que la que cojo vale
cinco veces menos, pero el día que escoja la otra, el jueguecito acaba y no voy
a ganar más mi moneda”.
Esta historia podría concluir aquí, como un simple chiste, pero se
pueden sacar varias conclusiones:
La primera: Quien parece tonto, no siempre lo es.
La segunda: ¿Cuáles eran los verdaderos tontos de la historia?
La tercera: Una ambición desmedida puede acabar cortando tu fuente
de ingresos.
Pero la conclusión más interesante es:
Podemos estar bien, aún cuando los otros no tengan una buena opinión
sobre nosotros mismos. Por lo tanto, lo que importa no es lo que piensan de
nosotros, si no lo que uno piensa de sí mismo.
El verdadero hombre inteligente es el que aparenta ser tonto delante
de un tonto que aparenta ser inteligente.
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